Estamos agotados tras una intensa, pero relajada jornada. Los domingos la escuela los programa como “family day”, pero, como ya habíamos hablado, solemos aprovechar esos días para llevarlos a ver o hacer cosas que a los chicos les gustan pero que no aparecen habitualmente en los programas.
Durante la semana compramos los billetes de tren y nos fuimos todos a Southampton, que os sonará porque es el puerto desde el que zarpó el Titanic, que por cierto están echando por la tele justo en este momento la de Leonardo Dicaprio. La ciudad quedó marcada por el trágico acontecimiento pues un 80% de su tripulación era oriunda de este lugar y muy pocos de ellos sobrevivieron al naufragio; con lo que toda esa alegría en el momento de zarpar el 10 de abril de 1912 se transformó en un mar de lágrimas al llegar la terrible noticia de que el barco insumergible (unsinkable ship) más caro y mejor diseñado de la historia yacía en el fondo del mar cinco días más tarde de haberlo despedido entre vítores.
En nuestro grupo de ourensanos también sufrimos otro “mar de lágrimas” del pobre Saúl que, poco después de apearse del tren, se percató que su cartera con sus 15 libras, su Visa, su carnet de estudiante y otros objetos personales, incluyendo la foto de la abuela, ya no la tenía encima. Así que lo primero, mientras los demás tomaban un café, llamamos a su casa y cancelamos la visa para evitar incursiones desagradables en la cuenta que incrementasen su dolor. Cuando los demás se fueron enterando de su pena y la causa de la misma, se esforzaron por consolarlo, aunque resultaba difícil, de modo que reemprendimos el paseo lastrados por este pesar.
Lo primero bajar la calle principal (Above Bar Street) y cruzar bajo su arco (Bargate Monument), que era la antigua entrada a la ciudad y que ahora separa la parte antigua de la nueva o más reciente. Tardamos sólo cinco minutos y Saúl ya había asimilado la pérdida, con lo volvía a ser el siempre. “¡¡Un momento!! No crucéis todavía la puerta porque alguien está haciendo un reportaje sobre una bebida y hay un stand violeta en el que regalan un potingue refrescante”. Estos al oír la palabra comida o bebida acompañada de “regalo” se abalanzaron sobre las dispensadoras y el paisano de la cámara, “más feliz que una lombriz”, se emocionó con lo que nuestros amigos, más falsos que una moneda de 3€, comenzaron a exaltar las virtudes de aquel brebaje malva burbujeante y a brindar entre voces y exclamaciones de hipócrita placer.
Seguimos nuestra ruta y enviamos a Sara y Laura a practicar su inglés para que se informasen de la ubicación exacta del famoso Maritime Museum; tras ellas fue Miguel, que con eso de que en la obra del viernes era el de seguridad imponía un poco. Cuando hay que solicitar información siempre enviamos un par de mensajeros para que sean ellos los que se acostumbren a preguntar y pierdan ese pudor a hablar en inglés; con lo cual el día que los padres los saquéis por el mundo ya estarán habituados y os podrán sacar de algún atolladero... espero.
Con la información recabada nos pusimos en marcha. A unos diez minutos nos esperaba la historia del Titanic. Así que entramos en el museo con una “tarjeta de embarque” que nos suministraron con la pegatina, que hacían las veces de entradas. La única norma era no hacer demasiado ruido y estaba terminantemente prohibido hacer fotos, salvo en la sección en la que se podían disfrazar con trajes de la época. La visita les fascinó porque estaba llena de información, algunos juegos como el que consistía en un timón y controlar la nave o un par de palas con las que había que llenar las calderas del trasatlántico de carbón, réplicas de camarotes, pantallas interactivas, etc. En definitiva que pasamos casi dos horas por las diferentes galerías y, tras una corta visita a la tienda de recuerdos, nos reunimos a la entrada.
Regresamos a Above Bar Street y nos concedimos dos horas y media para comer y recorrer las diferentes tiendas y centros comerciales que pueblan esta calle peatonal. A las cuatro y media regresamos a la estación e hicimos la gestión para localizar la cartera perdida, aunque sin éxito. Tomamos el tren de regreso a Bournemouth, y tras una partida al famoso “culo” en la que Gonzalo resultó ser un tahúr profesional, Aline la eterna perdedora y Sara que no dejó de ganar ninguna mano a los demás, llegamos a la estación de destino y luego cada uno a su bus a casa. Ya están perfectamente aclimatados y se manejan con absoluta soltura, aunque antes les firmé una autorización a Cris y Andrea para que la familia las deje salir a dar un paseo por el barrio tras la cena y que se puedan reunir con los demás para tomar un helado o jugar un partido en el parque hasta las 22.00, como habíamos comentado en Ourense.
De camino a casa, Saúl me llama para informarme que un alumno de otra escuela había localizado la cartera perdida, pero no en el tren sino en el bus, y mañana trataremos de hacernos con ella. Así que ha sido un día fructífero: un sol de agradecer, un paseo agradable, un museo apasionante y una mala noticia con un final feliz.
“Álvaro, ha sido el mejor día de todos”, dicen. “Deberíamos organizar nosotros nuestras visitas, porque así no tenemos a los de la escuela gritando: hey, guys. Hurry up! y vamos a nuestro ritmo”, Esto es cierto porque, aunque no sé cuantificar por decibelios, aquí el que no acaba con el oído perforado, tiene pálpitos de los sustos, porque la capacidad de las cuerdas vocales de los “activity leaders” sobrepasa los niveles permitidos.
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